Bomba atómica, ruinas, país desolado, gris. Japón en el año 1945, tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial. Una expedición estadounidense (¿cesarán alguna vez de autodenominarse americanos?), con Douglas MacArthur (Tommy Lee Jones) al mando y Bonner Fellers (Matthew Fox) como segundo de a bordo, se encargará de juzgar al emperador japonés, Hiro-Hito. Toda la trama gira alrededor de una decisión que influyó notablemente en la Historia.

El inicio del film hace gala de la bravuconería estadounidense, de la que no se esconde un ápice. Unas fuerzas de ocupación, elegantemente vestidas, que toman como cuartel general el único edificio en pie en diez kilómetros a la redonda y que además dispone de todas las comodidades. A esto se suman sus paseos en coches oficiales entre las cenizas de una civilización y la manida fobia a los comunistas. Suerte que el largometraje cambia pronto y camina por más bellos derroteros.

Amor de pasión lacia

Para Bonner Fellers, el viaje a Japón no significa una conquista, sino un regreso. Enamorado de una joven autóctona (Kaori Momoi), sueña con un reencuentro mágico en una tierra que ha cambiado desde que él la visitase por primera vez. Los bosques frondosos, los paisajes sobrecogedores han dejado lugar a los escombros, a la miseria. La historia de amor, a pesar de estar bien planteada y tener potencia dramática, no cuaja. Desde el casual encuentro en el que los amantes chocan y se caen los apuntes de ella hasta la escena en la que la mujer cuida las heridas del soldado. De fondo, una música melosa termina de derrumbar una posibilidad poética. Por el contrario, la relación amorosa del chófer protagoniza diez segundos de la película y explota mucho mejor la emoción. Lo bueno, si breve...

El botiquín técnico

A pesar de los estereotipos estadounidenses y la tópica historia de amor, la película funciona. La reaniman detalles técnicos, como la prolepsis de los suicidios, en tanto que se comentan antes de que se lleven a cabo, lo que consigue atraer la atención y la tensión. Otro elemento magnético son los golpes a máquina de escribir de Bonner Fellers. Es un recurso bastante utilizado en el cine, pero que causa un efecto de interés en el espectador. Quizá el sonido de lo antiguo, quizá la caligrafía de una letra olvidada, pero el atractivo de la máquina de escribir siempre cumple.

La órbita del emperador

El verdadero núcleo de tensión de la película recae en una decisión que cambiará el mundo, pero sobre todo Japón. El futuro del emperador es incierto y desde las brigadas norteamericanas deberán investigar el grado de implicación del mandatario en la Segunda Guerra Mundial. Para ello, Douglas MacArthur, un militar al estilo de Eastwood en “El sargento de hierro”, envía al general Bonner Fellers a informar sobre el entorno del emperador Hiro-Hito.

En los encuentros con los líderes del imperio japonés residen los mejores minutos del metraje. Una conversación sublime de Konoe regala una lección de historia, aunque en pantalla Bonner Fellers se niegue a recibirla. Se trata de un momento de lucidez, en la que años de guerras e invasiones se ven desde la sencillez del maniqueísmo; si cualquier país asiático invade otro, son unas hordas de bárbaros y salvajes, ahora bien, cuando el invasor es Estados Unidos, son tropas de la paz, heroicas y salvadoras. Además, los guionistas David Klass y Vera Blasi ponen en boca de Konoe joyas poéticas como: “Han convertido a nuestros hijos en sombras en la pared”.

En definitiva, una película histórica, política y fallidamente romántica, donde la incertidumbre crece y la decisión final oscila entre la justicia y la venganza. Utilizando los curiosos conceptos de Tannatae (“lo que parece”) y Honne (“lo que es”), que por cierto tras investigaciones por la red parecen palabras inventadas, podría terminar de describirse el filme: el Tannatae es una película de guerra, épica, victoriosa y el Honne es una propaganda antibélica, que muestra ante los ojos del espectador las ruinas y la desesperación que reinan en la población tras cualquier conflicto bélico.

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