Hijo de padre catalán y madre filipina Luis Eduardo Aute es fruto de la causalidad, de ese mágico e inesperado accidente que le sitúa en Manila, en el seno de una familia que es testigo de una sangrienta contienda que se cobró la vida de más de cien mil personas. Es una especie en extinción, capaz de convertir el cancionero en un libro de poemas, de pintar la música y hacer de sus notas sombras y luces en un lienzo en el que el color lo pone la experiencia y expresividad de un artista en toda la inmensidad de la palabra. Pero Aute es español y de Manila, es solo y nada más que un cantautor que susurra verdades en castellano y por ello no goza del prestigio de otros como Elton John o David Bowie.
Lúcido e inconformista que porta latente en su interior un niño muerto, víctima de la supervivencia en la jungla de la vida. Pero Aute que jamás perdió la capacidad para usar el desfibrilador de las emociones y reanimar al pequeño inerte que llevamos en nuestro interior, lo deja salir libremente a jugar, pintando cuadros, poemas y canciones. Y es el niño muerto además de por lo citado, porque de pequeño vivió rodeado por los bombardeos y el olor a muerte en Manila, algo que jamás ha olvidado. Como hijo de una guerra y joven de posguerra surge del miedo y siente verdadero terror ante lo que es capaz de hacer el ser humano, que ha emborronado salvajemente el libro de historia del siglo XX, supuestamente el del progreso, la Revolución francesa, y la Ilustración.
Su padre le hizo crecer alimentado por la literatura y un montón de libros de arte apilados como recuerdos y fábulas que avivaron sus inquietudes artísticas. Fue un niño solitario, colgado de un lapicero que dibujaba poemas, y una cámara de ocho milímetros que le regalaron sus padres. Marcado por La Ley del silencio, obra maestra del cine y clásico por el que los años no pasan, con once años llegó al Madrid de la posguerra y de inmediato identificó la diferencia en la escala cromática entre una y otra ciudad. Para Aute Manila era luz y Madrid, la paleta de sus calles, una amplia gama de grises de posguerra. En la gran ciudad descubrió los nuevos miedos, que eran los de siempre, y un pequeño resquicio para la esperanza en la eternidad de la noche madrileña. A los 15 años comenzó a dar sus primeros pasos serios en el mundo de la pintura y la música. Un año más tarde realizó su primera exposición individual en la galería Alcón de Madrid, empezando a tocar la guitarra con Los Tigres y Los Sonor. Diez años tardó en subirse a un escenario, en un concierto de la CNT, algo que jamás habría imaginado, pues la composición, el verso y la pintura, formaban para él parte de un juego de regresión a su más pura infancia.
Inició los estudios de aparejador, pero tan solo duró dos semanas pues en el horizonte estaba París, ciudad en la que intensificó su relación con la cultura y el cine a la vez que reafirmó su evolución en el arte de la pintura. Descubrió a Bob Dylan y comenzó a crear inspirado por su música, canciones como Don Ramón, Made in Spain, Rojo sobre negro, Aleluya nº1 y Rosas en el mar surgieron para emprender la búsqueda de la canción perfecta. Cantantes como Manolo Escobar, Massiel, Mari Trini, hicieron uso del talento de Aute, sus creaciones. Las versiones de Rosas en el mar y Aleluya número 1 sonaron en medio mundo, pero Aute que se consideraba pintor no las había compuesto para ello por lo que decidió recluirse durante un tiempo para seguir componiendo, pintando y creando para sí. Cuando le ofrecieron y pidieron encarecidamente que hiciera un nuevo trabajo se desmarcó absolutamente de la comercialización del disco con la condición de que la discográfica no le obligase a promocionarlo en entrevistas ni en conciertos.
En 1968 publica el primero de sus 35 discos en solitario, Diálogos de Rodrigo y Ximena, en 1973 graba Rito y en 1975 publica La matemática del espejo, su primer libro de poemas. Desde entonces no ha parado de crear, de buscar incesantemente los versos más puros, la canción perfecta, un torrente maravilloso de composiciones y canciones como Aleluya nº1, Dentro, Rosas en el mar, La mala Muerte, Slowly, Una de dos, Alevosía, Mojándolo todo, Quién eres tú, Anda, Imán de mujer, La cuatro y diez, Sin tu latido, Sin tu latido, Pasaba por aquí, Prefiero Amar, De Alguna Manera, Giraluna, y Al Alba.
De alguna manera Luis Eduardo Aute contempla el mar de la vida navegando siempre a contracorriente, dispuesto a llevarnos la contraria y declararse en estado civil de felicidad con objeto de contradecir al mundo. Con botas negras, vaqueros y sempiterna americana es una especie en extinción, porque en su personalidad creativa toma conciencia de un mundo equivocado, de la estupidez del ser humano, al que no ha podido permanecer ajeno, callado. Es un osado cantautor cuya barba que creció como firma de rebeldía, denota sabiduría, un raro animal de escenario que no solo utiliza la música para vender discos, sino que la moldea para transmitir sentimientos y convertirla en un mensaje. Es la mayor demostración de que la música encuentra conexiones con la intelectualidad a través de los cantautores, mensajeros de la verdad, el amor, el desamor y la denuncia. Creadores de un universo propio que alberga un purgatorio de almas alzado en rebeldía sobre el paranoico solenoide de la vida. Capaz de identificar en el mundo y el ser humano su contrario y a su vez inventar el cuento Giraluna, pues Aute y su búsqueda se resume en la esperanza y la fe de que se pueden cambiar las cosas.
Su voz son los susurros de las olas al morir sobre la orilla, pues no he de concebir a Aute sin el mar, sin esa foto en el malecón de Manila que recientemente rescató en su regresivo trabajo El niño y el Basilisco, como tampoco lo haría de Alberti, al que la mar siempre le recordaba su naturaleza de marinero en tierra. Tímido y provocador, desvalido y seductor, crea fábulas incansablemente, pues es mucho más que un cantautor que pasaba por allí, es pintor, poeta, y cineasta. Un Giraluna, una especie en extinción que convierte estados de ánimo en canciones, pues ese niño al que revive cada día sigue buscando la canción entre oleos y acuarelas, entre notas y claquetas, hojas en blanco que son barcos de papel a punto de hacerse a la mar de nuestros recuerdos.