Cuentos de Tokio” ha sido valorada, merecidamente, como obra maestra. Rodada en 1953, Yoji Yamada le rinde homenaje con “Una familia de Tokio”, que se estrenará el viernes 21 de noviembre de 2013.

La historia encuentra su pilar en una pareja de ancianos, Shukishi (Chishu Ryu) y Tomi Hirayama (Chiyeko Higashiyama), oriundos de Onomichi, un pueblo japonés, rural, ancestral y elegido premeditadamente por su cercanía con Hiroshima. El film señala la brecha generacional entre padres e hijos, pero también entre el Japón de antes y después de la segunda guerra mundial e incluso uno de los hijos de la pareja protagonista perdió la vida en este conflicto bélico. Otra ruptura se produce mediante el viaje de los ancianos a Tokio, con motivo de visita a sus hijos mayores, Koichi (So Yamamura) y Sighe (Haruko Sugimura). Asimismo, allí se encontrarán con antiguos amigos y también con la viuda de su hijo fallecido, Noriko (Setsuko Hara). Para completar el cuadro familiar están su hijo Seizo, que vive en Osaka y la hija menor, Kyoko (Kyoko Kagawa).

Al adentrarnos en la vida de Koichi, su mujer y sus dos hijos, nos salta a la vista el cambio generacional. La educación estricta y la admiración histórica de los japoneses por la sabiduría de la senectud han claudicado a favor de la desobediencia e irreverencia filial. Tokio se ha convertido en una gran metrópoli, donde se imponen el anonimato y la dificultad de un futuro próspero. Un símbolo oriental occidentalizado. Sorprender al hijo mayor de Koichi estudiando inglés no es un detalle superfluo. De igual manera, Ozu enfoca con mucha intención los planos de la extensa ciudad, floreciente de industrialización. El clímax de este juego de cámara llega cuando de una imagen de un palacio típicamente oriental se gira a unos postes de electricidad y cables. Belleza ancestral frente a innovación moderna.

Espejo del alma

Los planos fijos que utiliza Ozu obligan al espectador a valorar cada intervención de los personajes. De esta manera, se siente la incomodidad de una conversación trabada, imposibilitada de fluir en una atmósfera enrarecida entre padres e hijos. La simple pregunta (“Madre, ¿está bien?”) de Noriko, la nuera, rompe el juego de preguntas inocuas y sonrisas forzadas, porque brota del interior.

Con los hijos, eternamente ocupados e incapaces de atender al cariño de sus padres, nos sentimos cruelmente retratados. Sobre todo nos duele la figura de Sighe, una peluquera egoísta, avariciosa y cuyas intervenciones son dardos que hacen diana en nuestro comportamiento. Se fomenta un desprecio por ella que al final se vuelve contra el espectador, porque en el fondo comparte rasgos de carácter con ella. En el otro lado de la balanza, Noriko, que sin necesidad de lazos de sangre, se vuelca en atenciones desinteresadas por sus suegros, quizá porque ella mejor que nadie conoce el dolor de la ausencia. Sighe y Noriko. Como somos y como nos gustaría ser.

'Tempus fugit'

No olvidamos por supuesto el drama de vejez. Ozu nos ataca con un feroz tempus fugit, donde los planes de turismo frustrados no son más que una gigantesca metáfora de la decepción de la vida. No tarda el espectador en encariñarse con los ancianos protagonistas, sobre todo con la mujer, pero la música que les acompaña en muchos de sus planos te martillea, te golpea la certeza de que cada acorde eres una nota más viejo. Una nota más cerca de la muerte y el compás no se detiene. Las canciones que incluyen letra son dos joyas, tanto la ironía en el balneario como la reflexión final.

Brecha generacional, paso del tiempo, guerra, comportamiento humano, egoísmo, mezquindad, solidaridad, altruismo. Vida, en mayúsculas. ¿Cómo se puede crear una obra maestra con planos fijos, diálogos cotidianos, una historia común y una expresividad actoral limitada? Porque existen mentes como la de Yasujiro Ozu.

Foto 2: lagranilusion.cinesrenoir.com

Fotos 3 y 4: imagehack.es