El largometraje sigue los pasos de Nick (Jim Broadbent) y Meg (Lindsay Duncan), una pareja de británicos, ambos dedicados a la enseñanza, que recorren París, la ciudad del amor. Allí, los dos jóvenes que otrora fueron, disfrutaron de una intensa luna de miel, pero el paso y peso del tiempo cambian la manera de andar por las calles de la capital francesa. El barrio de Montparnasse tiene una pizca menos de encanto, el Louvre se agranda y cansa e incluso desluce la bella Torre Eiffel.

El arranque de la película no augura simpatía. No da tiempo a encariñarse con Meg, no da tiempo a empatizar con ella lo suficiente para perdonarle sus derrochadores caprichos. Tampoco el pusilánime Nick atrae a su bando, si no es por algunos dejes de lástima hacia él. Sin embargo, casi incomprensiblemente, la pareja va calando en el espectador, como una lluvia fina que parece que no moja y al final empapa. La pareja, como la película, es muy ambigua. De una escena a otra alternan las caricias más tiernas con insultos indescriptiblemente dolorosos. En este desarrollo es donde el espectador se va internando en la relación de amoroso odio y recibiendo en su interior cada bofetada dialéctica, pero también sintiendo la calidez de una sonrisa antigua y de una caricia renovadora.

Interferencias

El guion parece sólido y cerrado, puesto que narra un breve lapso de tiempo que el título describe y, salvo algunas referencias a Birmingham o Nueva York, no escapa del centro de París. Pero si miramos el texto al trasluz, observamos interferencias entre escenas. Las omisiones son evidentemente pretendidas, pero en más de una ocasión la relación entre el dúo protagonista se altera de forma inconexa. Puede entenderse en la ambigüedad que respira la pareja, aunque se exige una imaginación desbocada desde la butaca.

La fiesta de la verdad

Entre amagos de ruptura y reconciliación total, Nick y Meg se topan con un viejo amigo universitario del primero. Chocan frontalmente las maneras de entender la vida de los dos, Nick viviendo en una apartada ciudad inglesa y Morgan, reconfigurado artista en pleno corazón de la capital parisina y amancebado con una chica mucho más joven que él. Morgan, reposado y seguro de sí mismo, invita a la ajada pareja a celebrar un éxito personal mediante una fiesta en su casa. Durante la misma, los personajes alcanzarán un realismo que evidencia la falta de coherencia en otras partes del largometraje. Una escena sólida, con personajes profundamente matizados, que contrasta con las lagunas sistemáticas que salpican la obra.

¿Fin de semana o la semana del fin?

Emociona, aburre, crea un nudo en la garganta, lo deshace a los pocos minutos.

Esta pregunta rondará al espectador en todo momento. ¿Sobrevivirá el amor, la costumbre, el tedio, el cariño? ¿Se impondrán las ganas de experimentar, de seguir explorando mundos nuevos? En este punto tiene cierto interés, pero como se comentaba anteriormente, es un interés manchado de puntos oscuros que lastran la cinta. Emociona, aburre, crea un nudo en la garganta, lo deshace a los pocos minutos. La película se sostiene en un apacible limbo que dejará al espectador un mundo de posibilidades estériles, de puertas cerradas a las que ya nunca podrá asomarse. Su mayor mérito es reunir delante de la cámara una sucesión de verdades difíciles, incómodas, espesas de tragar, proyectarlas sin escrúpulos, pero, lamentablemente, con un nexo muy endeble entre ellas.

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Foto 3: cdn.theguardian.tv