El tercer largometraje de Eugenio Mira es la prueba fidedigna de que en España se puede hacer gran cine de género. Deberíamos decir incluso que es la enésima prueba. Apadrinado por Rodrigo Cortés, empeñado en producir cine de estudio con estrellas internacionales, el director de Agnosia (2010) ofrece la que quizá sea su obra de madurez reinterpretando uno de esos guiones considerados ‘infilmables’ por Hollywood. Lo escribió Damien Chazelle y aunque su propuesta es arriesgada, no es menos cierto que su último acto se desinfla en demasía.
Porque el arranque es espectacular: un pianista prodigio que llevaba 5 años retirado por haber fallado en demasía en su último concierto vuelve al ruedo para redimirse. Tras la muerte de su maestro, compositor de la obra que lo defenestró, se lanza al vacío tocando el piano que éste dejó tras su desaparición acompañado de una gran orquesta en un gran teatro de Chicago. Pero en los primeros compases del concierto acontece algo inesperado. El pianista es apuntado por un francotirador que se comunica con él a través de las partituras amenazando con matarlo si se equivoca.
Con ese gancho es difícil no sentir curiosidad. Sobre todo porque recuerda al viejo maestro del suspense y la tensión, el británico Alfred Hitchcock. Y a medida que avanza el ajustado metraje (apenas hora y media) descubrimos que no sólo se trata de la historia, si no también de su puesta en escena. El virtuosismo de Mira manejando la cámara recuerda al inglés y a su discípulo/emulador más aventajado: el italoamericano Brian De Palma.
Podríamos definir este ejercicio posmodernista como un cruce entre Con la muerte en los talones (North By Northwest, Alfred Hitchcock, 1959) y El hombre que sabía demasiado (The man who know too much, Alfred Hitchcock, 1956). El primer acto, conciso y atrayente, nos presenta a un hombre cualquiera en una situación extraordinaria. No hacen falta muchas presentaciones, como en la cinta que encumbró a Hitch y a Cary Grant. A partir de ahí tenemos un nudo y un desenlace que juegan a emular la película protagonizada por James Stewart. La mítica secuencia de la ópera es homenajeada en este caso durante el setenta por ciento del grueso del filme, no sin redescubrirse como una película arriesgada y personal, diferente a todo lo que podamos ver actualmente.
Básicamente por su aire retro. Parece una cinta de otra época, con el único afán de evadir y demostrando que la magia del celuloide sigue viva. Planos imposibles, movimientos de cámara innovadores, encuadres que descolocan, licencias poéticas en lo audiovisual…Todo al servicio de una idea y con el único objetivo de enganchar. Lo consigue la mayor parte del tiempo. ¿Cuál es el problema? Que su arriesgada propuesta no consigue sobrevivir a la resolución. Cuando propones algo tan grandioso has de saber culminarlo de la misma forma. Y aunque el final no es un auténtico desastre, si que decepciona sobre todo por los caminos que toman sus pocos (y descompensados) personajes. Cabía esperarse algo más.
No tiene la culpa un Eugenio Mira inspiradísimo. Las carencias de Grand Piano provienen de la base. Es decir, de un guion que no remata la jugada como sí lo hiciese el firmado por Chris Sparling para Buried (Rodrigo Cortés, 2010). Ambas películas tienen mucho en común más allá del nombre de Rodrigo Cortés. Dos directores virtuosos con un libreto lleno de posibilidades en sus manos. Pero mientras la segunda ofrecía un último acto tenso y sorprendente, en el caso de la primera no es así. La resolución es demasiado fácil, demasiado disonante con el resto del metraje. Y es una pena, porque incluso el a menudo insípido Elijah Wood raya a un grandísimo nivel haciendo muy creíbles las interpretaciones al piano. Es una película que hay que ver, y más todavía en pantalla grande, pero que también es cierto que podría haber dado mucho más de sí.