Cuando uno oye la palabra “documental”, casi al momento piensa en canales secundarios de televisiones públicas, en leones devorando gacelas (la viceversa, de momento, no se ha llegado a emitir, aunque sería un éxito de audiencia asegurado) y, sobre todo, en largas, larguísimas, siestas en el sofá con el ruido de fondo de la voz grave del locutor de turno. Por fortuna, en los últimos tiempos ha surgido un maremágnum de canales de TDT que nos ha permitido no sólo convertirnos en humildes aprendices de los yanquis en el arte del zapping (palabro que allá al otro lado del océano, en realidad, se usa poco), sino descubrir que la temática de los documentales puede ser mucho más variada y hasta entretenida.   

Lo que cuenta es algo completamente real que la población debe conocerLo malo es que, en la mente del espectador, “documental” va siempre asociado con otros términos como “cultura”, “aprendizaje”, y de ahí sus derivados naturales, “estudio” y “aburrimiento”. Por eso, atreverse a estrenar una pieza de este género en salas comerciales es un ejercicio de riesgo que rarísimas veces tiene éxito, ni siquiera aunque lleve la colaboración del prestigioso Michael Moore. El público quiere la emoción y la intriga que, normalmente, sólo los textos de ficción saben dar.

O si resulta que la historia auténtica es suficientemente truculenta para despertar interés, el espectador prefiere que la mano de un guionista se la edulcore lo suficiente, se la pase por el tamiz del “basado en hechos reales”, para hacerse la ilusión de que, en realidad, el mundo no es tan retorcido como aparece en la pantalla. Echar una hora y pico en el cine está bien, pero de vuelta al hogar nadie quiere tener pesadillas que le remuerdan la conciencia. Y es una lástima, porque hay historias que merecen ser conocidas por cuanta más gente mejor.

El trabajo lo firma el periodista de investigación Jeremy Scahill, alguien de quien aquí poca gente ha oído hablar pero que en su Norteamérica natal se hizo un nombre cuando destapó los turbísimos métodos de “seguridad” de la agencia Blackwater, una empresa de mercenarios subcontratada por el gobierno de George Bush para “mantener el orden” en Irak tras la guerra. En esta ocasión, nos habla de la red paramilitar que financia la actual administración de Obama para conseguir sus “objetivos” en, literalmente, cualquier lugar del mundo, que Scahill descubrió mientras investigaba un sospechoso ataque a una población afgana. En conciencia, yo debería darlos aquí más detalles de la trama, incluso destripárosla por completo, porque insisto en que es algo completamente real que la población debe conocer y me consta que más de uno, simplemente habiendo leído la palabra “documental”, se negará.

No lo haré, primero, por el respeto obvio que merece cualquier trabajo audiovisual, sea del género que sea, y lo maleducado que es hacer spoilers. Y segundo, porque, en serio, os recomiendo que vayáis a verla. No ya por el contenido, que también, sino porque además la película está bastante bien hecha. El guión, basado en un trabajo de documentación brillante, consigue que el espectador se implique sin saturarse y vaya pidiendo cada vez más y más datos, además de dar voz a personajes con abundantes cosas que contar pero que, por muchos motivos, nunca disponen de ocasión. Técnicamente también es excelente, a pesar de las dificultades que se le presupone a rodar en según qué sitios; les ha salido tan lograda que surge una paradoja: hay puntos en los que se llega a pensar que tiene que haber algún truco. Pero el prestigio de Scahill basta para salvar cualquier suspicacia. Es una lástima que una historia tan imprescindible probablemente, por su formato, pase desapercibida en las salas.