Sin duda, se convirtió en la imagen icónica más popular de la ópera. Una condición que a día de hoy, pasados ya seis años desde su traspaso, no le ha sido arrebatada, y mucho tiempo habrá de pasar para que eso ocurra, porque Luciano Pavarotti ya hace mucho que dejó de ser un hombre, un artista, un tenor, para convertirse en un símbolo bajo el que se identifica todo un género musical, como es el operístico. Pavarotti es posiblemente el único nombre de cantante lírico que casi la práctica totalidad del mundo podría reconocer o identificar. Nadie, ni siquiera Maria Callas puede emular el fenómeno mediático de Big Luciano. Y es que Pavarotti no solo es una referencia popular de alcance mundial, sino que encarnó, o dio forma, o consolidó para siempre, el arquetipo del cantante de ópera, su imagen paradigmática: la del tenor italiano de imponente opulencia física, insaciable comedor de pasta, mujeriego, de carácter jovial y desenfadado, y poseedor de un carisma arrebatador del divo.

Esa encarnación o conformación de un arquetipo es seguramente lo que ha hecho de Pavarotti un fenómeno popular planetario, pero es asimismo este arquetipo lo único que ha terminado formando parte del conocimiento popular. Así, Pavarotti, para la gran masa no es sino ese cantante de ópera que daba conciertos multitudinarios en Central Park y que cantaba junto a las más rutilantes estrellas de rock, acompañado siempre por su insustituible pañuelo blanco con el que secaba el sudor de su frente y saludaba al público de modo triunfal. Sin embargo, mucho antes del fenómeno Pavarotti, ya existía Luciano Pavarotti, un tenor irrepetible, un artista inigualable y una de las figuras más importantes de la historia del canto lírico. Ayer hubiera cumplido 78 años, y no parece mala la ocasión para rendirle un pequeño homenaje rememorando los pasos que cimentaron su carrera previamente a convertirse en un icono popular.

Luciano Pavarotti nació en Módena el 12 de octubre de 1935, hijo de Fernando Pavarotti, panadero y tenor aficionado (quien en una entrevista llegaría a afirmar graciosamente que, de haber tenido su voz, su hijo Luciano hubiera hecho carrera en el canto), y de Adele Venturi, una trabajadora de una fábrica cigarrera (como la Carmen de Merimée). De algún modo, pues, la inclinación de Pavarotti por el canto y la ópera podía ya leerse en sus padres. Así, el joven Luciano se crió en el seno de una familia humilde a la que la Segunda Guerra Mundial obligó a salir de su ciudad para alquilar una habitación a un granjero de una campiña cercana.

Fue su padre quien convenció a Luciano para que tomara sus primeras lecciones de canto lírico, algo que rápidamente seduciría al joven. De modo que, en esa Italia de guerra y de posguerra, el joven Pavarotti creció admirando las grabaciones de tenores como Enrico Caruso, Beniamino Gigli o Tito Schipa, figuras gloriosas del pasado reciente. Sin embargo, fue Giuseppe di Stefano, tenor contemporáneo de aquellos años de posguerra, quien se convertiría en el ídolo de Pavarotti y en su mayor referente, como también lo fuera para Placido Domingo o José Carreras.

De todos modos, en un principio el joven Pavarotti no concedió demasiada importancia al canto hasta más adelante. Como muchos jóvenes, soñaba con convertirse en jugador de fútbol profesional y esta ilusión llegó a rivalizar con sus intenciones de dedicarse al belcanto. Por otro lado, se graduó como maestro e incluso ejerció como tal en una escuela de primaria durante dos años. Sin embargo, su vocación canora terminó por imponerse por completo. Así, bajo el auspicio de sus mentores belcantísticos, Arrigo Pola y Ettore Campogalliani, hizo sus primeras apariciones públicas, primero en el coro del Teatro Comunale de Módena y luego en la Coral Gioacchino Rossini, pasos previos que conducirían a su debut operístico como solista, el 29 de abril de 1961, nada menos que en el papel de Rodolfo de La Bohème de Puccini, en el Teatro Reggio Emilia. Una efeméride de la que, por insólita fortuna, ha quedado testimonio fonográfico y en la que es muy curioso observar cuán diferente sonaba su voz cuando apenas contaba 26 años, todavía por madurar, si bien con todo el potencial.

Asimismo, cabe mencionar la relación de Pavarotti con Mirella Freni, una de las sopranos más importantes del último tercio del siglo XX. Como Luciano, esta era originaria de Módena, de modo que ambos cantantes se conocieron ya en la infancia e iniciaron sendas carreras operísticas paralelamente y en estrecha colaboración, puesto que coincidieron en numerosas representaciones y grabaciones de estudio. Algunas de estas últimas incluso se convertirían en registros de referencia, como La Bohème grabada bajo dirección e Herbert von Karajan.

Precisamente, fue Mirella Freni la partenaire del joven Pavarotti en su debut en 1968 en la Metropolitan Opera House de Nueva York, escenario que poco más tarde se convertiría en el lugar de su consagración definitiva y en el epicentro de sus mayores éxitos, aun cuando ese debut fuera un tanto aciago para el Pavarotti. La ópera escogida era nuevamente La Bohème, lo que en un principio había de asegurar una carta de presentación inmejorable para el joven tenor: Sin embargo, justo en el momento de abordar el agudo de su momento de mayor lucimiento, el aria 'Che gelida manina', al tenor se le quebró indiscretamente la voz, tal y como lo acredita el registro fonográfico de la representación.

Pero ¿qué tipo de tenor era ese Pavarotti de juventud? Su voz era la de un tenor paradigmáticamente lírico, esto es una voz, si no amplia, sí maleable, homogénea en todos los registros, llena de musicalidad, de timbre bellísimo y lleno de calidez, y dotada de un registro agudo de insólita seguridad, algo, esto último, que destacó sobremanera en el acontecimiento que lo consagró como figura mundial, en 1972, en ese escenario de la Metropolitan Opera de Nueva York que lo había visto dar un paso en falso en su debut. Ocurrió, pues, que la ópera escogida para esa ocasión fue La fille du régiment, de Gaetano Donizzetti, una obra que tiene un pasaje temido por todo tenor, pues se trata de una aria, 'Pour mon ame', en la que el cantante tiene que emitir en nueve ocasiones un do 4, esto es, lo que popularmente se conoce como un do de pecho. Así, si bien para la mayoría de tenores, la ejecución de un único do de pecho ya supone una labor comprometida, Pavarotti lo hizo con tan insultante facilidad que recibió el sobrenombre del “rey del do” e incluso mereció un lugar en la portada del New York Times.

En ese debut neoyorquino le acompañó otra soprano ilustre, la australiana Joan Sutherland, quien se convertiría en una figura capital para la carrera del Pavarotti. Cantante ya consagrada en ese momento como una de las mejores del mundo, Sutherland fue, y así lo ha reconocido el propio Pavarotti, una pieza fundamental en la formación técnica como cantante del tenor italiano. Pero no solo eso, pues ambos formaron una de las parejas artísticas más importantes de la ópera, y sin duda, de su época. Al margen de sus colaboraciones en el teatro, para la casa Decca grabaron un buen número óperas, muchas de las cuales se encuentran entre las más referenciadas y reverenciadas.

A medida que se adentraba en la década de los 70, la carrera de Pavarotti se fue despegando de sus orígenes. De ese modo, fue trascendiendo progresivamente su repertorio de tenor lírico para incurrir en papeles más dramáticos o más grandes, algo que hizo con éxito muchas veces, pero que en tras ocasiones puso de manifiesto la inadecuación de su voz para tales empresas. Entre las incorporaciones exitosas, merece destacarse la del príncipe Calaf de Turandot, la ópera de Puccini que cuenta con el aria 'Nessun dorma', a la sazón, la pieza con la que se ha terminado identificando al tenor italiano a nivel popular.

Sea como fuere, el fenómeno Pavarotti no hizo sino crecer cada vez más y, apoyado sobre la mediática atalaya de la Metropolitan Opera House, teatro cuyo público lo convirtió en su favorito, el tenor vio cómo con la llegada de los 80 su fama accedía a cotas que para cualquier otro cantante de ópera serían inimaginables. Así, como si de una estrella de Hollywood se tratara, en 1982 protagonizó una película a su mayor gloria, Yes Giorgio, dirigida nada menos que por Franklin J. Schaffner (otrora director de El planeta de los simios o Papillon), en la que el tenor interpretaba a un trasunto de sí mismo. La película, intrascendente pero simpática, fue, como suele suceder en estos casos, vilipendiada por la crítica. Sin embargo, no hizo sino confirmar el fenómeno Pavarotti, como una estrella mediática que no haría sino crecer sin cesar en los años sucesivos. Pero esa historia ya es de sobras sabida.