El doctor Caligari es una figura peculiar que recorre los pueblos alemanes marchando de feria en feria. La historia comienza cuando llega al pequeño pueblo de montaña de Holstenwall. Allí mostrará al público expectante el espectáuclo ilusionista del sonámbulo Cesare, capaz de responder mientras duerme cualquier pregunta sobre el futuro que se desee conocer. El conflicto surgirá cuando al mismo tiempo de que el show llegue al pueblo comiencen a sucederse una serie de crímenes.

Escrita por Hans Janowitz y Carl Mayer y prevista para que fuera dirigida por Fritz Lang (Metrópolis, 1927), este se vio obligado a rechazar la obra ya que se encontraba finalizando la producción de Las arañas. El productor del filme, Erich Pommer, seguidamente se lo ofreció a Robert Wiene, decantándose por este debido a su gran formación teatral y a que la película está ambientada en este marco. Los fantásticos decorados diseñados por Walter Riemann, Hermann Warm y Walter Röring, ofrecen un sinfín de imágenes deformadas, con el uso de grandes contrastes de luces y sombras que ofrecen un cierto tono de irrealidad. Aunque hoy día estamos muy acostumbrados a esto en el cine de grandes figuras como Hitchcock o Tim Burton, lo cierto es que en 1920 fue algo muy novedoso: añadir al mundo del cine un concepto artístico más allá de la propia representación realista.

El gabinete del doctor Caligari es cine mudo, en el que el espectador deberá entender lo que está ocurriendo en la pantalla a través de la exagerada gesticulación de sus personajes, el maquillaje, la cuidada ambientación y algunos rótulos de texto que, sin citar expresamente lo que personajes están diciendo, ayudan a contar la historia. Pero lo que sin duda es el elemento fundamental de narración es su música compuesta por Giuseppe Becce, que hace de hilo conector de las escenas y aporta la tensión y misterio necesarios en la historia, que será contada mediante flashbacks por el personaje de Francis.

  

Lo importante de la película, es la denuncia que los guionistas pretendían hacer en un principio: una crítica contra el Estado alemán durante la guerra, que inducía como Caligari a un pueblo dormido a perpetrar crímenes, algo que se sucedería años después en la Segunda Guerra Mundial. Robert Wiene fue presionado por la productora y para no sufrir la censura de la autoridad añadió un comienzo y un final ajenos a la historia original, quedando esta con una doble lectura que podría pasar también por ser un relato sobre la anarquía y la locura. Una ambigüedad que se convierte en uno de los mayores atractivos de este clásico, obra clave del séptimo arte y de la que gran parte del cine de hoy se ha empapado.