Michel Gondry es Jean-Luc Godard mezclado con François Truffaut. Es francés, pero también es estadounidense. Es todo a la vez y a pesar de todo es él mismo. Es un director irrepetible cuyo genio, probablemente, no sea reconocido en el momento que más lo merece. Y es por eso que la semana pasada el estreno de su último trabajo en España ha pasado desapercibido. Ni siquiera se encontraba entre las cintas destacadas del fin de semana y su presencia en las salas ha sido casi testimonial. Es algo que este niño grande, que este artista de la imagen en el más puro de sus sentidos, no merece en ningún rincón del mundo.
Gondry puede descolocar. Y en su última película más si cabe. Siguiendo la línea de la incomprendida La ciencia del sueño (La science des rêves, 2006), el realizador francés cuenta una historia de amor que no lo es al uso. Ni en lo mostrado ni en lo hablado. Pero decide, además, cruzar definitivamente la línea olvidándose para siempre del cine convencional tras su penúltima incursión estadounidense, The Green Hornet (2011). Esto implica surrealismo, mucho surrealismo. Personajes que actúan por impulsos y emociones, decorados que se rompen o modifican al gusto de la mente del protagonista. Un lienzo sin un límite establecido más allá que el de la propia mente.
Y es que eso es el francés. Lo más cercano a un pintor que el cine haya tenido nunca. Cuando un pintor se enfrenta al cuadro en blanco, la imaginación es su único límite. Sin embargo, cuando un cineasta se enfrenta a la cámara y al plano, es la posibilidad de recrear en la realidad su idea lo que limita sus fronteras. Michel Gondry no. Romper con todo lo establecido es su conducta. Si en un mismo plano llueve y hace sol a la vez, pues llueve y hace sol a la vez. Si las paredes se encojen o una pista de patinaje sobre hielo se parte a la mitad, lo hacen sin rechistar.
Pero no pasan estas cosas por capricho. Pasan porque tienen que pasar y porque la dulce, emotiva y finalmente desoladora historia que Gondry quiere contar lo pide. Desde la luminosidad de sus primeras secuencias hasta el áspero blanco y negro de las últimas. Y sin esperarlo, con Audrey Tatou y Romain Duris como metáfora de la vida, una historia que parecía no tener sentido termina por atrapar nuestro corazón. Y no sólo eso: lo estruja, lo rompe, lo roba. Con el poder de la imagen, con la pasión por lo visual.
Georges Méliès nos llevó una vez a la Luna y también nos hizo creer que un hombre multiplicaba cabezas. Méliès era un mago y Gondry su heredero. Simplemente nos engañan, nos utilizan. Fuimos, somos y seremos su juguete favorito: aquel que les permite viajar a otros mundos donde todo es posible. Y nada tendría sentido si no estuviésemos invitados. Lo estamos, y volamos con ellos. Lo único que nos piden, con respeto y cariño, es que no cuestionemos su locura. Que nos dejemos llevar por sus historias aunque aparentemente no tengan éstas mucho sentido. Que al fin y al cabo es su historia y así ocurrió porque ellos fueron los que la contaron.
Y qué feliz invento es el cine cuando películas como La espuma de los días (L’ecume des tours, 2013) tienen lugar. Tan feliz que parece imposible y, sin embargo, nos lo creemos a pies juntillas.