"No me digas que no mola sufrir". Esta reflexión que hizo una sincera Isabel Coixet en Muchachada Nui parece que fue el mantra que se repitió Philippe Garrel a la hora de llevar a cabo Un verano ardiente, película de 2011 que llega ahora a las carteleras españolas.

Garrel tiene una amplia trayectoria como realizador (lleva trabajando desde los sesenta), lo que le supone oficio y buen hacer tras las cámaras. Esto, que debería ser una virtud del tamaño de Madagascar, a menudo se convierte en un arma de doble filo. Y es que los artistas se relajan y, lejos de pensar en el público que irá a ver sus obras, muchos prefieren centrarse en su ombligo y ver hasta dónde son capaces de transgredir, aunque sea únicamente por el mero hecho de transgredir. Y si no hay una base sólida, un mensaje potente de fondo, en definitiva, un contenido, la transgresión se convierte en un acto tan vacío como una gasolinera sin casetes de Junco.

Lo que parece tratar de contar la película que nos ocupa es algo así como que la sociedad contemporánea está compuesta por una serie de individuos acomodados y conformistas que, hastiados de su gris devenir cotidiano, buscan la emoción de vivir en el drama más banal que tengan a mano. Así, encontramos a cuatro personajes que no parecen muy por la labor de encontrar la felicidad.

Esto contrasta irónicamente con la perorata supuestamente reivindicativa del personaje interpretado por Jérôme Robart, quien repite en más de una secuencia que la revolución es el único camino para conseguir las cosas. Su intención es buena, pero el discurso prefabricado del que hace gala, amén de lo ortopédica que resulta su introducción en la historia, hacen que estas ideas se conviertan más en un chiste que en algo sobre lo que reflexionar.

Los intérpretes se contagian de ese absoluto vacío que impregna la cinta. Así, encontramos miradas lánguidas, frases recitadas con desgana, silencios impostados y reflexiones trascendentales verbalizadas sin un atisbo de sutileza. La única que parece tener un poco de sangre en las venas es Monica Bellucci, el mayor reclamo para ver la película (cosa que se manifiesta claramente con su desnudo inicial). Es su pareja en la ficción, Louis Garrel (a quien muchos recordarán por ser parte del trío protagonista de Los soñadores), quien más clama al cielo en su interpretación, componiendo un personaje que de tan insípido resulta enervante.

La revolución no ha servido para nada. Aquello por lo que lucharon las generaciones previas a la actual se ha diluido. Ahora son todos una panda de vagos, conformistas y lloricas. Eso trata de transmitir Philippe Garrel, quien saca a su mismísimo padre, bastón en mano, para aleccionar al protagonista (hijo del director). No deja de ser una curiosa metáfora para cerrar la película. Lástima que se quede en eso, una simple curiosidad.